Por hábitos (que no dañan ni queman):
yo ponía las tostadas y el café
en la mesa, y con un resto de fe
esperaba que me escriba su poema.
Lo leía. Lo olvidaba. Me perdía
en tareas cotidianas: los papeles,
los alumnos, el trajín, los anaqueles,
y sin mucho analizar, cerraba el día.
En algunos me decía que me quería
y había otros con locuras a mansalva,
de la risa a la emoción: como una salva.
Yo - en un mar de sensatez- no le creía.
La existencia y su autocracia - transcurrían -
Me solía confesar que no lloraba
y a través de las palabras derramaba
su vorágine de penas y alegrías.
Pero ella se calló. No hubo más versos.
Su poesía se llamó a silencio puro
y se fue deshilvanando sin apuro
en el ancho corredor del universo.
Muchas veces me pregunto si agotó
su caudal inmoderado de palabras
o si aún está esperando que le abra
las compuertas de mi amor. (Ignoro yo
si sus lágrimas – por fin – se desbordaron
y barrieron con las letras que engendraron).