Envidiaban a los árboles las hojas:
la esbeltez, el señorío, la firmeza,
y la nunca discutida fortaleza
que ni el ímpetu del cierzo les despoja.
Y después se prodigaban en el viento,
recorriendo las veredas del poniente
con el sol enardeciéndoles la frente,
sin cadenas ni raíces ni cimientos.
No sabían que los árboles (con pena)
envidiaban esas alas invisibles,
y ese vuelo prodigioso e imposible
era un sueño recorriéndoles las venas.
Muchas veces la raíz que nos sostiene
se convierte en la prisión que nos contiene.