(para mi ahijadito, Pedro:)
I
Te escribo para decirte
que yo te ofrezco mis brazos
con la misma sencillez
que al nido se ofrece el árbol.
Y que debieras saber
que no siempre serán mansos
los vientos en el invierno
y los soles del verano.
Pero que a pura porfía
mis ramas serán amparo
por si quisieras usarlas
para refugio y descanso.
II
Te digo como una madre,
que aunque feliz, he aceptado
el laurel de acompañarte,
me queda muy grande el sayo.
Que no tengo firme el pulso,
que a veces le pifio al paso,
y que al mar de mis cuarenta
se lo ve siempre agitado.
Que supe hace poco y tarde
que el corazón duele tanto...
cuando la mente lo embrida,
y se disputan el mando.
Que no hay edad para amar
sin precaución ni reparos,
aunque que te puede costar
mucho más de lo pensado.
Pero con grietas y todo,
la roca sostiene al lago,
para que el lago no rompa
sus cristales cerro abajo.
III
Y en fin, me resta decirte,
que de todo lo nombrado,
lo que más tengo es amor,
del que nunca vence el plazo,
del que desborda sin límites,
del que no toma descanso,
y multiplica sus fuerzas
aunque el camino sea largo.
Y que algún día, sin duda,
voy a soltarte la mano
marcándote bien de cerca,
(por las dudas, por si acaso…)
necesitaras de mí,
para encontrar un atajo,
por si el lucero se esconde
y te hace muy duro el tranco.
IV
Y como quién ve en el cielo
el vuelo libre de un pájaro,
pienso sentarme en el suelo,
y así, quedarme mirando...
hasta que puedan mis ojos
distinguirte en el ocaso.
Hasta que el sol me permita
con su luz, seguirte el rastro.
Y entonces, con la certeza
de aquél que todo lo ha dado,
en el arco de tus alas
tendré mi premio más alto.