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No veré con mis ojos el ciprés
que será la semilla que he sembrado
volviendo del trabajo (en el costado)
por las calles del mundo del revés.
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Ni arderá en mi boca la acidez
dulcísima y futura del retoño
(que puse en mi jardín en este otoño)
del último naranjo. Toda vez
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que alguna de las rosas que planté
invada con su aroma las rendijas
abiertas de la casa de mis hijas,
sabré que no fue en vano tanta fe.
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Siempre de llanura (no de acantilados),
nunca de puñales ni de piedras,
sí de mansedumbre, no de hiedras,
serán todas las huellas que he dejado.
S I L
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