Los mates con jengibre y las tardes de sol en Rosario, me recuerdan a mi madre.
Extremadamente dulces esos mates, pero yo no me quejaba, porque era el único extremo en el que ella era militante.
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En los primeros años de la Facultad, pasábamos horas estudiando Lingüística y Filosofía antes de mis exámenes.
Ella se apasionaba con entusiasmo casi infantil, y yo le seguía el ritmo como podía.
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Entre Saussure y Benveniste, y Kant y Nietzsche, me contaba que se había enamorado de un gaucho romano flojo de papeles.
¡ Amor omnia vincit !
Yo creía que aquello era más poesía que amor, aunque varios años después supe que esas dos abstracciones son lo mismo.
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Me decía que no me tomara tan en serio el mundo. En general y en particular.
Declaraba con orgullo que era rubia por elección y poeta por vocación.
Y llorábamos más de emoción que de tristeza.
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Ella hablaba de Metafísica y yo de alimentación saludable.
Nunca pude desalentar su sanguinaria inclinación por las hamburguesas con tocino.
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Me contagió la devoción por Borges.
Me repetía que “Ya todo está. Los miles de reflejos, que entre los dos crepúsculos del día, tu rostro fue dejando en los espejos y los que irá dejando todavía…"
Creo que tenía razón.
A veces, cuando sonrío, veo su rostro en los espejos.
Quizás desde algún lugar sin relojes ni rejas, esté leyendo estas líneas.
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Me legó una valentía desmesurada que siempre rayó con la locura
y el oficio de ser obstinadamente feliz.